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Tebas la ciudad de las cien puertas


Tebas: La ?Otra Historia?

Según las viejas tradiciones, recogidas en documentos actualmente muy fragmentados de Oriente y Occidente bajo la forma de ?Mitologías? o relatos a la manera de las conversaciones que con los Sacerdotes egipcios tuvo Platón, los hombres poblaron la Tierra hace millones de años.

Estas tradiciones nos muestran una forma de ?Protohistoria? en la cual las Culturas, las Civilizaciones, son meros instantes en un larguísimo y muy variado devenir. Si ello fuese cierto, lo que sabemos, o creemos saber del pasado humano, sería una ínfima parte de ese mismo pasado. Según Platón, los egipcios le contaron cómo los primitivos atenienses se habían comportado admirablemente en las luchas sostenidas con las flotas piratas provenientes de la Isla de Poseidonis, último resto del Continente Atlante. Platón les contestó que nada sabían los atenienses de este hecho que, según los egipcios, había ocurrido unos noventa y cinco siglos antes, o sea, hace poco más de 11,800 años. Ante esa muestra de ignorancia respondió el sacerdote con bondadosa y a la vez burlona respuesta: ?Vosotros los griegos seréis siempre unos niños?.

Poco más o menos le ocurrió al crédulo Heródoto cuando le hablaron los sacerdotes egipcios de anales conservados durante 17,000 años.
Nuestro ?escepticismo? ya vemos que no es nuevo... y nuestra ignorancia tampoco.

Volviendo directamente a nuestro tema, las tradiciones nos hablan de ese Continente Atlante que albergó una etapa anterior del ciclo de Civilizaciones de Edades de Piedra, equivalentes a las Edades Medias entre dos Civilizaciones. Hace unos 850,000 años, enormes cataclismos (que algunas fuentes atribuyeron en parte a la descontrolada utilización del Marmash o energía atómica que partía de la conversión de la energía en materia, proceso inverso al que hoy conocemos) alteraron profundamente la faz del planeta y la inclinación de su eje en relación con el plano de la Eclíptica. La Gran Atlántida se partió en dos subcontinentes, Ruta y Daitya para los indos. El movimiento geosinclinal hizo surgir la Cordillera de los Andes, América y parte de Europa tal cual la conocemos hoy.

La Humanidad quedó destruida casi totalmente. De ese resto, muchos cayeron en un ?primitivismo? barbárico, y otros pocos habitaron los restos de las ciudades altas. Tras un largo periodo que no viene al caso mencionar aquí, nos encontramos, unos setecientos siglos atrás, con el último resto de la Atlántida bajo la forma de la Isla de Poseidonis que describe Platón y que al parecer tenía colonias en otras partes del mundo. Su avanzada cultura y civilización se afianzó en África, en lo que sería ahora el Alto Egipto, cuando el Nilo, mucho más corto que ahora, desembocaba sin delta en las cercanías de la actual Asyut, en el desaparecido Mar del Sahara, del cual sobresalía, a la manera de una isla sagrada, la que conocemos hoy como meseta de Gizeh.

Estos atlantes se radicaron en el área de Tebas sobre dos grandes focos: uno administrativo y religioso en el mismo emplazamiento de la ciudad que luego los griegos llamarían Tebas; y el otro en el lugar de Abidos, de un tipo más iniciático y donde se congregaron los misterios cultores de un Santo Sepulcro que luego fue llamado de Osiris.

En la meseta levantaron una Gran Pirámide por lo menos (según otras versiones, dos), trayendo materiales del Sur y de otras islas, sobre una de las cuales está hoy construida parte de la ciudad del El Cairo. Esta Pirámide jamás fue una tumba, sino un complejo sintético de conocimientos expresados mediante las medidas y sus relaciones.

Con el correr de los milenios construyeron, aprovechando en parte un montículo sagrado natural, otra gran obra: la Gran Esfinge, que entonces tenía alas y un disco de oro pulido sobre la frente para reflejar los primeros rayos del Sol entre sus patas, luego mil veces reconstruidas, y que entonces asomaban sus garras sobre el pequeño acantilado marino. Representaron en dicho monumento los Cuatro Elementos bajo la forma de Toro, León, Águila y Hombre. Desde este monumento partían numerosos laberintos subterráneos. Toda la meseta estaba excavada con pasadizos y criptas, y se dice que uno de estos pasadizos llegaba hasta lo que hoy es el Mar Rojo, entonces fértil valle que luego fue dedicado a la advocación de la Madre del Mundo, conocida en época propiamente egipcia como Hathor o Casa de Horus, el Espacio cóncavo que todo lo contiene, con sus dos Principios: Nun es el Espacio, y Nut, el Cielo Estrellado o manifestado.

El rostro de la Esfinge, tantas veces reformado, representó al principio a uno de los grandes Reyes-Magos de Atlantis.

Nuevas convulsiones y cataclismos levantaron el lecho del Mar del Sahara (que así llamamos para ubicar al lector) y sumergieron importantes tierras en el Norte de Europa. La desintegración progresiva de Atlantis y las trasformaciones del continente norteamericano fueron separando cada vez más la otrora unidas partes y hundieron numerosas islas. El Río Nilo se perdía en malsanas marismas, y por milenios la meseta de Gizeh fue abandonada. Pero la poderosa corriente de agua fue construyendo con su propio lodo un cauce a través de las marismas que, ya secas, se habían convertido en desierto, y llevó prosperidad a sus costas. Por eso, desde remotos tiempos lo llamaron Hapi, Felicidad o El que porta felicidad.

Hace unos 12,000 años o poco menos, la última fracción del Continente Atlante desapareció en medio de u n cataclismo, no sin antes haber trasferido gran parte de sus bibliotecas y algunos objetos a la Colonia Africana: Egipto.
Según Platón, el Imperio de Atlantis tenía, además de su capital, colonias que él menciona en número de nueve. Su emperador recibía el nombre genérico de Atlas y con sus Reyes asociados constituían entre todos un Imperio regido por las Leyes de Poseidón, si bien guardaban cierta independencia. Cada cinco, seis, o siete años se reunían ellos o sus representantes para coordinar el conjunto. Hemos visto cómo una parte de ese todo fue el primitivo Egipto nucleado por la Teocracia de Tebas. Cuando el Imperio Atlante se destruyó, lo que hoy llamamos Egipto guardó ese estilo de pluralidad fuertemente penetrada por un sentido de Unidad Trascendente. El hombre actual, con su visión dialéctica del Universo y de sí mismo, tiene dificultad para concebir esa pluralidad-unidad, pues percibe estos conceptos como opuestos. Por este último camino no llegaríamos jamás a entender el fenómeno egipcio, ni en lo material ni en lo espiritual, con todos sus matices intermedios. Pero la concepción egipcia no era tampoco caótica. Se basaba en relaciones armónicas entre las partes y en una Armonía que las justificaba y que estaba antes, ahora y después de toda diferenciación. Su mundo no era estereotipado sino perfectamente balanceado, en un equilibrio dinámico y a la vez inmutable, por lo menos dentro de un gran ciclo de espacio-tiempo. El ejemplo más básico de ello es la misma situación de Tebas. La Ciudad - que así la llamaban, como luego se hizo con Atenas, Alejandría, Roma o Constantinopla - era la imagen, a la vez, de lo pequeño e íntimo, de los límites que necesita sentir el ser humano para no caer en la angustia de una difusión en el cosmos, y de la grandeza y universalidad que a todo alcanza, con el presentimiento seguro de un Más Allá que está muy por encima de la muerte y de la vida. De todo lo que podemos razonar los humanos. Tebas estaba colocada a horcajadas del Nilo, se extendía sobre sus dos orillas, haciendo de una la mansión de los vivos y de la otra el lugar de los muertos.

A su vez, el Nilo la recorría casi exactamente de Sur a Norte, y el Sol pasaba por encima de ella, con el crucero de su disco luminoso, de Este a Oeste. En el lugar donde se veía amanecer, se oía el tumulto de una megalópolis con sus distintas expresiones, que iban desde la madre que mecía una cuna nueva, hecha recientemente para su vástago, hasta los mercados y las plazas siempre llenas del ajetreado andar de los viandantes y funcionarios. En el complejo arquitectónico religioso, alejado y a la vez enclavado en esa sociedad humana de gentes jóvenes - ya que solían morir poco después de los treinta años de edad - otros hombres y mujeres, también jóvenes en su mayoría, trabajaban para Lo Invisible y para lo visible en el más grandioso marco de enormes edificios policromos que sepamos se haya levantado jamás.

El aspecto ?funerario? que hoy presentan las ruinas de esos Templos y Construcciones, cuando son observadas rápidamente por un turismo que juzga tres o cuatro días para visitarlos, no existía. Hoy vemos los huesos de lo que fue un bello cuerpo, lleno de vida, donde el arte y las ciencias habían llegado a cimas tan altas que los estudiosos se asombrarán de ellas cuando por fin las interpreten; pues aunque ahora las tienen a la vista, o las ven.

Al Faraón no se lo llamaba por su nombre, sino por ese apelativo que podemos traducir aproximadamente como El habitante de la Gran Casa, así como Horus, el Dios-Halcón, es el habitante de la Gran Casa Cósmica de Hathor.

Pero esa Gran Casa no era ni con mucho la que hoy podríamos concebir de un Emperador Sacralizado, y que se creía y se sentía - y tal vez era - descendiente sanguíneo, o mejor espiritual, de los Dioses que habitaron la Tierra en los Tiempos Primeros. Se trataba tan solo de una mansión confortable, de amplias salas y grandes jardines y estanques. Toldos multicolores velaban aun a los pájaros su misteriosa y a la vez feliz intimidad.

Asistido como un Dios por una Cofradía especial sacerdotal que lo vestía ritualmente a medida que el Sol se alzaba en el horizonte, y así le facilitaba reproducir todos los fenómenos naturales y astronómicos, era Señor de Vida y Muerte sobre todos. Pero a la vez Él mismo era el más esclavo de sus súbditos en la sujeción a un ritual que a fuer de milenario se había vuelto natural y que se realizaba gozosamente.

Es curioso examinar el estupor que hoy sienten los que se adentran en lo poco que podemos saber sobre el Antiguo Egipto y topan con los muy estrictos rituales. Los ven como una mecanización artificial de la vida, como una forma de tortura absurda? y seguidamente mascan sus alimentos, cierran los ojos al dormir, hacen el amor o lloran y ríen exactamente igual que sus antecesores de hace millones de años, siguiendo un ceremonial ancestral inamovible. ¿Por qué todo ha de cambiar? Esta hipótesis nacida en los siglos XVIII - XIX es absurda. Cuando se ha llegado a la perfección, todo cambio es decadencia e ineficacia.

El llamado Harén de Amón no tenía nada que ver con el actual concepto, mezcla de poligamia islámica y de burdel europeo. La poligamia aceptada por muchos pueblos del mundo se debe a que, en aquellos fundamentalmente guerreros, la proporción de varones se hace escasa en relación a las mujeres, y si no se tuviese por legal y hasta obligado el que cada uno tomase varias esposas y concubinas, éstas estarían condenadas a quedar sin la básica protección del núcleo familiar. Por otra parte, la prostitución en Occidente se da por razones económico-sociales, ante la destrucción de la familia, el desempleo o el trabajo mal remunerado. El caso de una prostituta contenta con su profesión es excepcional.

El Harén de Amón estaba formado por Princesas de sangre real y por la Reina oficial. La vida que llevaban era más parecida a la de las Sacerdotisas que a otra cosa. En sus misteriosas meditaciones debían compenetrarse con el Espíritu de la Madre del Mundo, para que El-que-mueve-los-abanicos -El Viento Espiritual de Amón- pudiese, en una Unión Sagrada, en la que se dice que hasta los cetros y los muebles rituales adquirían vida, efectuar la fecundación de la Reina o de sus Princesas por parte del Faraón. Esto aseguraba la perpetuación física de la herencia del Reino por una vía genética que, en aquellos tiempos, era vehículo de toda continuidad legal y fáctica del Poder.

Lógicamente, se habían considerado alternativas para los muy raros casos de infecundidad. En los goznes históricos o revoluciones que sacudieron Egipto en sus muchos miles de años de permanencia se aplicaba por analogía el Mito de Horus -que reemplazo a su Padre muerto para engendrar con su Madre el Mundo manifestado y dar a la vida una imagen de Sí mismo que amparase a los humanos- y se procedía a la renovación de la Dinastía o a su reemplazo por otra.

Pero el encuentro que daría a luz al Heredero tenía un solo momento en el año para efectuarse, aprovechando las mejores condiciones astrológicas y habiendo los Sacerdotes evocado al alma que debería reencarnar como el que luego sería Faraón, Señor del Alto y del Bajo Egipto, llamado por el primer apelativo de Hijo-del-Sol. En caso de necesidad se recurría a otros momentos, pero jamás fuera de las normas rituales milenarias que demostraron, las pocas veces que fueron quebrantadas, mantener su eficacia.


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Información ofrecida por la Asociación Cultural Nueva Acrópolis - Málaga


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